Esta
recuperación de la apuesta por los métodos autocompositivos de solución de
conflictos nos hace rememorar la teoría de los movimientos pendulares de la
historia de Arnold Toynbee, pues resulta fácil comprobar como a lo largo de la
historia de las civilizaciones existen múltiples alusiones a procedimientos
conciliatorios de solución de conflictos en los que un tercero mediaba entre
las partes, para evitar tener que acudir a la Justicia “ordinaria”. Ya en el
siglo V a.C., en la antigua China, Confucio recomendaba la mediación como
alternativa al litigio ante el tribunal, y dicha filosofía ha llegado hasta
nuestros días a través de las Comisiones Populares de Conciliación de la
República Popular China. Y en el Derecho Romano, diversos textos jurídicos
aluden a la figura del proxeneta o mediator con la encomienda de poner en
relación a dos personas para la celebración de un contrato.
En España, se afirma continuamente que la
litigiosidad judicial sigue resultando excesiva; casi uno
de los tradicionales males endémicos de nuestra Justicia, sobrecargada de
asuntos que provocan consiguientemente un mayor descontento de los ciudadanos
con el sistema judicial existente, a la vez que una pérdida de confianza en ver
resueltos sus problemas de un modo rápido y eficaz. A ello hay que sumar que el
arbitraje no termina de despegar en España como verdadera alternativa al cauce
jurisdiccional. Por eso, da
la impresión de que la mediación es vista como un nuevo método de ahorro de
costes en la Justicia, al igual que la informatización de las oficinas
judiciales o el empleo de la videoconferencia para minorar los gastos de los
desplazamientos de peritos y testigos. Ya desde el Anteproyecto de Ley de 19 de
febrero de 2010 se afirmaba con rotundidad que la mediación tendría claros
beneficios, pues liberaría también a nuestros tribunales de justicia de la
excesiva carga de trabajo que en ese momento tienen. Y el propio Preámbulo de
la Ley 5/2012, de 6 de julio, de mediación en asuntos civiles y mercantiles,
afirma que dicha ley contribuye a concebir a los tribunales de justicia en este
sector del ordenamiento jurídico como un último remedio, (…) y puede ser un
hábil coadyuvante para la reducción de la carga de trabajo de aquéllos.
La reducción
de la litigiosidad se ha convertido en una especie de mantra invocado en las
últimas reformas procesales de nuestro país, caracterizadas por su voluntad de
lograr la “modernización”, “eficacia”, “eficiencia”, “calidad”, y sobre todo,
la “agilización” de la Administración de Justicia. Sin duda, la reforma que mejor ejemplifica esa voluntad del legislador de
introducir en la legislación procesal mejoras que permitan agilizar los
distintos procedimientos, sin merma de las garantías para el justiciable, es la
Ley 37/2011, de 10 de octubre, de medidas de agilización procesal. ¿Y cómo
logar dicha agilización? Pues con medidas tales como la supresión del recurso
de apelación para las sentencias dictadas en juicios verbales por razón de la
cuantía inferior a 3.000 euros, o la estratosférica elevación de las cuantías
que abren paso a la casación, lo cual “constituyen severos recortes de los
derechos de los justiciables que el Gobierno pretende hacer pasar por medidas
encaminadas a mejorar la respuesta de juzgados y tribunales, para lograr una
administración de Justicia más ágil, moderna y eficaz, y se intentan justificar
en una pretendida sobrecarga de trabajo de los tribunales de apelación y
casación”.
En la Década que va desde 2001 hasta 2011, la práctica totalidad de las Comunidades Autónomas han aprobado leyes específicas sobre Mediación Familiar, y algunas se han lanzado a tratar de instaurar procedimientos reglados de mediación en todo el Derecho Privado, si bien la Ley estatal 5/2012 ha venido a poner cierto orden al respecto. Sin embargo, aún así, cabe afirmar que en España asistimos a una “hipertrofia
legislativa” respecto a unos sistemas de resolución de conflictos
caracterizados, precisamente, por su flexibilidad, en el sentido de que la ley
ocupe un papel menos central en el modo de desarrollarse el procedimiento de
negociación. Este fenómeno lo he calificado otras veces como verdadero boom legislativo en materia de Mediación. Junto con la legislación
estatal aplicable (y no me refiero únicamente a la conocida ley 5/2012 de
Mediación en asuntos civiles y mercantiles, pues hace siglos que el Código
Civil y el Código de Comercio permiten a los sujetos pactar y negociar sobre
innumerables cuestiones), la mayoría de las Comunidades Autónomas han aprobado normas que expresamente regulan la mediación,
arbitraje y conciliación en ciertos sectores (ej.: leyes de cooperativas), pero también
han aprobado Leyes de mediación en el ámbito civil que, si bien se centran
principalmente en la mediación familiar, pretenden ampliar su ámbito de
aplicación a cualesquiera cuestiones de Derecho privado sometidas a la libre
disposición de sus titulares, lo cual puede dar lugar a disposiciones
reiterativas o superfluas, cuando no contradictorias entre sí.
Por ejemplo, ¿tiene sentido que una ley autonómica diga que el
acuerdo de mediación tendrá la misma validez y obligatoriedad que los contratos
“si en ellos concurren los requisitos necesarios para la validez de los
contratos”?, ¿es necesario que una norma digua que la elevación a escritura pública “en los casos legalmente
previstos producirá los efectos inherentes a la misma que las leyes
establecen”? Si la
mediación se caracteriza por ser un proceso indudablemente más flexible y
creativo que el rígido y formalizado procedimiento judicial, y que se adapta
mejor a las necesidades de las partes, no tiene sentido aprobar leyes que
constriñan las iniciativas de las partes con un abundante catálogo de
requisitos formales a cumplir durante el procedimiento de mediación, hasta el
punto de poder afirmar que la Mediación reglada reconozca a las partes un grado
de autonomía mucho menor que el Arbitraje, en el que la mayoría de las normas
son dispositivas y, por tanto, modificables por acuerdo de las partes.
Por otra
parte, esta “atomización” de Normas reguladoras de la Mediación también puede
afectar a la propia profesionalización del mediador, pues existe un cúmulo de requisitos diversos según de "qué mediación" estemos hablando: En mediación
familiar, las leyes autonómicas contienen requisitos muy diferentes respecto a
la titulación o formación específica exigidas a la persona mediadora, y ese
diverso régimen coexiste ahora con los requisitos fijados por la Ley 5/2012
junto con el RD 980/2013. Además de ello, y en materia de
Cooperativas, las leyes autonómicas suelen exigir como requisitos para actuar como árbitro o mediador la idoneidad y experiencia
suficiente, estar inscrito en el registro
correspondiente (que resulta ser un Registro diferente al de mediadores en
asuntos civiles y mercantiles), y en ocasiones, ser abogado en
ejercicio. Y para el
supuesto de intentar acudir a una mediación pre-concursal y lograr un “acuerdo
extrajudicial de pagos”, en el caso de ser factible, la persona mediadora
debería, además de reunir los requisitos para ser mediador previstos en la Ley
5/2012, estar inscrita en el Registro de Mediadores e Instituciones de
Mediación del Ministerio de Justicia y cumplir los requisitos específicos de la
Ley Concursal.
Y, ojo, porque está aún pendiente regular expresamente la Mediación Penal en adultos, pues así se prevé tanto en el Anteproyecto de Ley del Estatuto integral de la Víctima como en la Propuesta de Código Procesal Penal. De hecho, y en materia de justicia penal juvenil, ya existe cierta base legal para utilizar la mediación en el seno de los equipos técnicos de apoyo a la Fiscalía, y algunas CC.AA han decidido regular también dicha mediación cuando ésta sea delegada en los equipos interdisciplinares que trabajan con menores. Por lo tanto, la pregunta está servida:
¿Existe una hipertrofia legislativa en materia de métodos extrajudiciales de resolución de conflictos?, y lo que es más importante, ¿es realmente necesario?: mis respuestas: SÍ, y también SÍ. Existe una hipertrofia legislativa, pero igualmente considero que en ciertos aspectos sigue siendo necesaria la regulación autonómica por los siguientes motivos:
El hecho de que hayan sido las CC.AA y no el Parlamento estatal quienes mayor
empeño han mostrado a la hora de promulgar una legislación especial referida
los servicios de mediación familiar, ha sido debido fundamentalmente a que, como quiera que la mediación es vista como una valiosa herramienta
para la pacificación de la conflictividad familiar, y la familia en su sentido
amplio (juventud, ancianos, menores, etc.) ha sido tradicionalmente una de las
destinatarias principales de los servicios sociales, resulta lógico que desde
los servicios sociales de competencia autonómica se impulsen múltiples
programas y planes de atención a la familia y a la infancia en situación de
riesgo de exclusión o de conflictividad social, así como para prevenir casos de
violencia o conflictividad intrafamiliar, y en general, para solventar los
problemas de convivencia intrafamiliar derivados de la ruptura de la pareja.
Por ello, y debido a que la Asistencia
social y los Servicios sociales han sido asumidos como competencia exclusiva
por parte de las CC.AA al amparo de lo dispuesto en la Constitución (artículo
148.1.20ª CE), las CC.AA se han volcado en la promoción y ayuda a esos
determinados colectivos a través de la creación de centros y servicios
especializados en los que se fomenta la mediación familiar.
De ahí que la Ley 5/2012 haya puesto orden en muchos aspectos clave que sólo el legislador estatal podía llevar a cabo por afectar a cuestiones procesales, pero
debemos tener claro que ello no supone que las normas autonómicas pierdan su
sentido, sino todo lo contrario, que deben y pueden centrarse en lo esencial:
la mediación como instrumento de desarrollo y mejora de los Servicios Sociales
a disposición de los ciudadanos. Por ello, la existencia de una
Ley estatal no excluye la necesidad de intervención por parte del legislador
autonómico en esta materia, sino que le permite centrarse en lo esencial, o si
se me permite la expresión, en “ir al grano”: la utilización de los Servicios
Sociales como instrumento de promoción y ayuda a determinados colectivos a
través de la prevención y en su caso gestión positiva de diversos conflictos en
materia social y familiar de una manera profesional y ordenada.
Además, dicho Anteproyecto se marcó como último gran reto tratar de
evitar disposiciones que, aunque fueran bienintencionadas, resultarían
superfluas y reiterativas, una vez que existe una normativa nacional sobre las
mismas. No tiene sentido aprobar 17 leyes autonómicas que reproduzcan lo que el
Código Civil o el Código de Comercio permiten desde hace más siglos, esto es,
que las personas pueden pactar, negociar y transigir sobre innumerables
cuestiones civiles, y de igual modo, se ha tratado de evitar en la medida de lo
posible la alusión a aquellos aspectos que se relacionan con el ejercicio de la
Jurisdicción, pues sólo a través de la intervención estatal es posible regular
aquellas cuestiones que inciden necesariamente en la legislación procesal, por
tratarse de una competencia estatal exclusiva. Por ello, tampoco tendría
sentido que una norma autonómica aludiera, por ejemplo, a la suspensión del
proceso judicial cuando se inicia un intento de mediación; la prohibición del
mediador de declarar como testigo o perito en juicio; o el carácter ejecutivo
del acuerdo de mediación, que sólo son posibles –insisto- a través de la
correspondiente legislación procesal. De
ahí la intención de evitar una Norma que pecara de un excesivo Reglamentismo
que disminuyera las principales ventajas de este método autocompositivo, a
saber: su
flexibilidad para permitir a las partes que asuman un papel protagonista y
activo en la búsqueda de una solución a su problema y
su capacidad de adaptación a las características propias de cada conflicto a
tratar.
Confío en que la
dotación de medios y recursos económicos y personales, la
oportuna colaboración con asociaciones y
entidades pro-mediación, la
conveniente cooperación con los tribunales de Justicia y el Ministerio Fiscal,
y sobre todo, el
control e impulso en la formación de quienes de un modo profesional van a
ayudar a las partes para que dichos acuerdos perduren en el tiempo, logren que la Mediación sea
percibida socialmente como un adecuado y efectivo instrumento complementario a
las vías heterocompositivas de solución de conflictos.