El origen de este Blog personal sobre cuestiones jurídicas controvertidas nace de la inquietud por analizar nuestro Ordenamiento jurídico más allá del temario académico, de ampliar el debate jurídico con mis alumnos y colegas en la 'blogosfera' y de compartir esa vocación perenne por la divulgación de los temas legales a cualquier internauta interesado en conversar sobre la actualidad legal y jurisprudencial.

lunes, 3 de noviembre de 2014

GRABACIONES EN LOS CALABOZOS Y SEGURIDAD JURÍDICA

El art. 18.3 CE garantiza el Derecho fundamental al secreto de las comunicaciones, pero como es obvio, no enuncia un numerus clausus, sino los medios más habituales de comunicación que se empleaban en la época en que se aprobó nuestro texto constitucional. Sucede, sin embargo, que la digitalización y el crecimiento exponencial de las telecomunicaciones, caracterizada por un uso cotidiano de todo tipo de dispositivos electrónicos con funciones comunicativas, ha modificado por completo los tradicionales canales de comunicación y ello ha obligado a nuestros tribunales a tener que estar constantemente adaptando la escasa y criticada regulación de la interceptación de las comunicaciones a esta nueva Era Digital.
¿Cómo reaccionar ante dicho auge tecnológico? La respuesta lógica debiera ser a través de la actualización de la legislación aplicable. Y en efecto, muchos de los países de nuestro entorno más próximo han reformado expresamente su legislación procesal con el objetivo de atajar los nuevos problemas que plantea la delincuencia informática y han aprovechado para regular nuevas medidas tecnológicas de investigación. Así por ejemplo, en Europa, Bélgica reformó su legislación procesal penal en el año 2000, a través de la Ley de 28 de noviembre de 2000 relativa a la criminalidad informática, para introducir nuevas medidas tecnológicas de investigación. El Reino Unido también adaptó su legislación en el año 2000 a través de la Regulation of Investigatory Powers Act (RIPA). En Francia, destacan la Ley de 5 de enero de 1988 sobre el fraude informático, la Ley sobre la Confianza en la Economía Digital de 21 de junio de 2004, la Ley de 23 de enero de 2006 sobre la lucha contra el terrorismo y la adopción de medidas diferentes a los controles de seguridad y de frontera, o la reforma del código procesal penal en virtud de la Ley nº 2011-267, de 14 de marzo de 2011. En Italia sobresalen el “Codice della privacy” a través del Decreto legislativo núm. 196 de 30 de junio de 2003; el Decreto Ley núm. 144, de 27 de junio de 2005, sobre medidas urgentes de lucha contra el terrorismo internacional; o la Ley núm. 281, de 20 de noviembre de 2006, sobre las escuchas telefónicas. Y en Portugal merece ser destacada, entre otras, la Ley 109/2009, de 15 de septiembre, por la que se transpone al ordenamiento luso la DM 2005/222/JAI y se adapta el derecho portugués al Convenio de Budapest contra el cibercrimen.
España, sin embargo, se encuentra en estos momentos a la cola de Europa en lo que respecta a la adaptación de su legislación procesal a este nuevo entorno digital. Ni siquiera la ratificación en el año 2010 del Convenio del Consejo de Europa sobre el Cibercrimen ha traído consigo la adaptación de la legislación procesal penal española a los retos de la Sociedad de la información y a los novedosos poderes de investigación que la tecnología posibilita. Dicho llanamente, para luchar judicialmente frente a los desafíos derivados de la Sociedad de la Información y la Comunicación del siglo XXI, contamos con una legislación procesal nacida a finales del siglo XIX, a pesar de que el Pacto de Estado para la Reforma de la Justicia de 2001 proponía, hace ya más de una década, la aprobación de una nueva Ley de Enjuiciamiento Criminal (…) con especial atención al establecimiento de los métodos de investigación y procedimentales apropiados para el enjuiciamiento de los delitos de nuevo cuño y la adaptación de la regulación de los medios de prueba, en especial a los últimos avances tecnológicos.
¿Por qué debe reformarse la regulación de la interceptación de las comunicaciones en el Proceso Penal? Entre otros muchos motivos, por seguridad jurídica. Para evitar “sobresaltos” derivados de anulaciones masivas de pruebas claves para la condena penal por haberse obtenido a través de diligencias de investigación carentes de la debida regulación legal, o como dijo el propio presidente de la Audiencia Nacional respecto de la problemática surgida en torno a la intervención de las conversaciones telefónicas, “para saber -los magistrados- hasta donde podemos llegar y qué límites no podemos sobrepasar”.
Nuestros tribunales llevan más de una década repitiendo incesantemente el siguiente mantra: «Es al legislador a quien corresponde, en uso de su libertad de configuración normativa propia de su potestad legislativa, remediar la situación completando el precepto legal. Pero hasta que la necesaria intervención del legislador ser produzca, le corresponderá a éstos suplir las insuficiencias indicadas en materia de intervenciones telefónicas (STC 184/2003, de 23 de octubre)». Por ello, el Tribunal Supremo ha tenido que estirar al máximo esa tarea jurisprudencial integradora de las deficiencias del art. 579 LECrim y utilizarlo como base legal para la admisibilidad de nuevas fórmulas de injerencia en las comunicaciones, aunque ello haya sido a costa de llegar a una situación de creación judicial del Derecho” respecto a la intervención de las comunicaciones que legitima casi cualquier intervención estatal y convierte al art. 579 LECrim en un cheque en blanco para que las autoridades judiciales moldeen a su voluntad el modo de llevar a cabo una intromisión en la esfera de las comunicaciones de los ciudadanos.
Siempre hemos sostenido que la tecnología debe ser utilizada en la investigación criminal al igual que es empleada en cualesquiera ámbitos de nuestra sociedad moderna, pues como bien dijo el magistrado RUIZ VADILLO hace casi tres décadas, “las innovaciones tecnológicas como el cine, el video, la cinta magnetofónica, los ordenadores, etc., pueden y deben incorporarse al acervo jurídico procesal en la medida en que son expresiones de una realidad social que el Derecho no puede desconocer”. Pero, de igual modo, hemos denunciado que no es posible justificar el empleo de cualesquiera métodos de investigación sin una mínima base legal que regule sus garantías, requisitos y límites, bajo la excusa de poder contrarrestar así los avances con los que cada día cuentan los criminales para cometer sus delitos.
¿Qué sucede cuando el legislador decide “jugar en el alambre” y no afrontar el problema? Que la interpretación integradora del art. 579 LECrim, por muy elástica que quiera ser, termina por partirse. Si para VON KIRCHMANN, tres palabras rectificadoras del legislador pueden convertir bibliotecas enteras en basura, sucede igualmente que una sentencia del Tribunal Constitucional puede dar al traste con toda una corriente jurisprudencial, coartando de este modo el empleo policial de las posibilidades que la tecnología proporciona, ante la inseguridad de no saber si la medida será o no inconstitucional, como así acaba de suceder con las grabaciones de «comunicaciones orales» en dependencias policiales.
El Tribunal Supremo había validado la instalación de micrófonos y otros aparatos de escucha en los calabozos para grabar las conversaciones orales entre dos detenidos (SSTS de 10 de febrero de 1998 y de 2 de junio de 2010), pues no le resulta concebible que se proteja menos una conversación por ser telefónica -en cuanto pueda ser legítimamente intervenida por el Juez- y no lo pueda ser una conversación no telefónica de dos personas en un recinto cerrado. En el terreno doctrinal, siempre existieron discrepancias en torno a la posibilidad o no de proceder a la interceptación de las conversaciones orales directas entre presentes con base legal en el archicitado art. 579 LECrim. Para los partidarios, en el concepto “comunicación” deberían incluirse todo tipo de comunicaciones efectuadas por cualquier medio, telefax, ordenador, videófonos, y también el verbal, pues lo sustantivo es el hecho de conversar y no el medio utilizado, de modo que cuando el legislador regula la intervención de las comunicaciones en el artículo 579 LECrim, está dando por supuesto que se incluye la conversación oral, puesto que lo que se protege es la conversación en sí misma considerada. Para los detractores, nuestro ordenamiento no prevé la posibilidad de intervenir las comunicaciones orales directas (salvo en la legislación penitenciaria), y ante la inexistencia de una norma habilitante con rango suficiente que permita legítimamente esta intervención, rige sin paliativos el derecho al secreto de tales comunicaciones e impide la obtención legítima del contenido de las mismas por un sujeto ajeno a la conversación.
En su momento, ya expusimos diversos motivos por los que estimábamos que el art. 579 LECrim no ampara la posibilidad de invasión de las comunicaciones entre sujetos presentes porque no concurre la debida previsión legal en los términos de “calidad” y “previsibilidad” exigible conforme al CEDH y a la jurisprudencia del TEDH, tanto más si tenemos en cuenta que resulta indispensable que las normas sean claras y detalladas, tanto más cuanto que los procedimientos técnicos utilizables se perfeccionan continuamente (ORTIZ PRADILLO, J. C., ProblemasProcesales de la Ciberdelincuencia, ed. COLEX, Madrid, 2013).

Pues bien, el Tribunal Constitucional ha puesto pies en pared ante esta tendencia del Tribunal Supremo de interpretar hiperbólicamente el art. 579 LECrim de tal modo que legitime nuevas diligencias de investigación no previstas legalmente, y retomando la posición garantista de la citada STC 169/2001, ha vuelto a recordar lo obvio: que toda injerencia estatal en el ámbito de los derechos fundamentales y las libertades públicas que incida directamente sobre su desarrollo o limite o condicione su ejercicio precisa, además, una habilitación legal con calidad (STC de 22 de septiembre de 2014, recurso de amparo núm. 6157-2010). Para ser más exactos, “una ley de singular precisión” que defina las modalidades y extensión del ejercicio del poder otorgado con la suficiente claridad para aportar al individuo una protección adecuada contra la arbitrariedad. Por ello, ha sido tajante al advertir que no existe base legal que habilite la intervención de las comunicaciones verbales directas entre los detenidos en dependencias policiales, al tratarse de una diligencia absolutamente extraña al ámbito de imputación del art. 579.2 LECrim, que se refiere de manera incontrovertible a intervenciones telefónicas, no a escuchas de otra naturaleza, ni particularmente a las que se desarrollan en calabozos policiales y entre personas sujetas a los poderes coercitivos del Estado por su detención.

lunes, 29 de septiembre de 2014

LA ORDEN EUROPEA DE RETENCIÓN DE CUENTAS BANCARIAS EN MATERIA CIVIL Y MERCANTIL

Hace apenas unos meses, durante el verano[1]se publicó el Reglamento (UE) nº 655/2014 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 15 de mayo de 2014, por el que se establece el procedimiento relativo a la orden europea de retención de cuentas a fin de simplificar el cobro transfronterizo de deudas en materia civil y mercantil (orden europea de retención), cuyo objetivo persigue posibilitar la adopción de una medida cautelar que permita al acreedor obtener una orden de retención de cuentas que impida que peligre la ejecución ulterior de su crédito debido a la transferencia o la retirada de fondos que el deudor posea en una cuenta bancaria dentro de la Unión Europea.

Al igual que en el ámbito procesal penal se habla ya con toda habitualidad de la "orden de detención y entrega", o más recientemente de la "orden europea de investigación", la cooperación judicial internacional en materia civil y mercantil en la UE no se queda atrás, y junto con el título ejecutivo europeo, ahora podríamos hablar de una MEDIDA CAUTELAR EUROPEA.

A raíz de las consultas y trabajos preparativos surgidos con motivo del «Libro Verde sobre una mayor eficacia en la ejecución de las resoluciones judiciales en la Unión Europea: Embargo de los activos bancarios» del año 2006, la UE ha aprobado el presente Reglamento de conformidad con las competencias en materia de cooperación judicial en materia civil del artículo 81.2 TFUE para favorecer el reconocimiento mutuo y la ejecución de las resoluciones judiciales civiles entre los Estados miembros con repercusión transfronteriza, sobre todo tras considerar que las medidas cautelares de los Estados miembros respecto a la retención de cuentas bancarias pueden dar lugar a disfunciones cuando se pretenden utilizar con repercusión transfronteriza, y de ahí la necesidad de adoptar dicho instrumento comunitario para lograr una eficaz y rápida retención de los activos que el deudor tenga en una cuenta bancaria mantenida en un Estado miembro, si existe el riesgo de que, sin dicha medida, la ejecución ulterior de su crédito contra el deudor se vea impedida o resulte considerablemente más difícil, pero ello sin perjuicio de que el acreedor pueda acudir a cualquier otro procedimiento establecido en el Derecho nacional para la obtención de una medida equivalente.

El Reglamento tiene como ámbito material de aplicación las deudas pecuniarias en materia civil y mercantil, con independencia de la naturaleza del órgano jurisdiccional de que se trate, si bien se excluyen las materias fiscal, aduanera y administrativa; la responsabilidad del Estado por acciones u omisiones en el ejercicio de su autoridad (acta iure imperii); los derechos de propiedad derivados del régimen matrimonial o de una relación a la que la ley aplicable atribuya efectos comparables al matrimonio; los testamentos y sucesiones, incluidas las obligaciones de alimentos por causa de muerte; los créditos frente a un deudor respecto del cual se hayan iniciado procedimientos de insolvencia; la seguridad social; y el arbitraje; así como tampoco aquellas cuentas bancarias que gocen de inmunidad frente al embargo.

Por otra parte, su ámbito espacial de aplicación se circunscribe únicamente a asuntos transfronterizos, esto es, aquellos en los que las cuentas bancarias que deban retenerse mediante la orden de retención se mantengan en un Estado miembro que no sea el Estado miembro del órgano jurisdiccional al que se solicite la orden de retención, ni el Estado miembro de domicilio del acreedor. También es preciso advertir la prohibición expresa de solicitudes paralelas, es decir, presentar al mismo tiempo, ante más de un órgano jurisdiccional, solicitudes paralelas de órdenes de retención contra el mismo deudor, con el fin de garantizar el mismo crédito, así como los deberes de comunicar al órgano judicial la posible obtención posterior de medidas cautelares sobre dicho crédito y las consecuencias de tal incumplimiento.

Como requisitos para dictar una orden de retención, el acreedor deberá presentar “pruebas suficientes” para convencerle de que existe la necesidad urgente de una medida cautelar en forma de orden de retención por existir un riesgo real de que, sin dicha medida, la ejecución ulterior del crédito frente al deudor se verá impedida o resultará considerablemente más difícil, es decir, los clásicos presupuestos de apariencia de buen derecho (fumus boni iuris) y peligro por el retraso (periculum in mora), así como la prestación de caución por parte del acreedor como regla general (el art. 12 dice que el órgano judicial requerirá al acreedor), aunque se prevén excepciones a dicha prestación.

También se prevé poder solicitar esta medida de aseguramiento con carácter previo al inicio del proceso principal, en cuyo caso el acreedor dispondra de un plazo de 30 días para incoar ante el tribunal el proceso sobre el fondo del asunto o, si la fecha es posterior, en el plazo de 14 días a partir de la fecha en que se dictó la orden. Como norma curiosa, el Reglamento permite al órgano jurisdiccional, previa solicitud del deudor, ampliar dicho plazo, por ejemplo, para permitir a las partes que lleguen a un acuerdo sobre la demanda. Además, el Reglamento también prevé su posible adopción “inaudita parte debitoris”, y un aspecto también destacable es la previsión de poder solicitar del órgano judicial, antes de que éste acuerde la orden de retención, que recabe información del Estado miembro en el que el acreedor crea que el deudor posee una cuenta para permitir identificar la cuenta del deudor (“solicitud de información de cuentas”).

En el Capítulo IV, se prevén los diferentes recursos que se pueden presentar durante la tramitación y vigencia del incidente cautelar, incluso por parte de terceros, así como la caución sustitutoria (denominada “garantía sustitutoria”) a prestarse a solicitud del deudor.

El Reglamento será aplicable a partir del 18 de enero de 2017, con excepción del artículo 50 que será aplicable a partir del 18 de julio de 2016 (deber de los Estados miembros de comunicar a la Comisión los órganos jurisdiccionales competentes para dictar una orden de retención; la autoridad competente para obtener información de cuentas; los métodos de obtención de información de cuentas previstos en su Derecho nacional, así como otras autoridades y órganos judiciales competentes).


[1] DOUE L 189, de 27 de junio de 2014, p. 59. Versión en castellano disponible en la página web http://eur-lex.europa.eu/legal-content/ES/TXT/PDF/?uri=CELEX:32014R0655&rid=1

lunes, 23 de junio de 2014

La hipertrofia legislativa sobre Mediación y Arbitraje

Durante la primera década del siglo XXI, se dice que en Grecia destacan tres tendencias: entre los mayores, hablar de la crisis económica; entre los jóvenes, hablar español; y entre los abogados, hablar de la mediación. Desde luego esta última, y quizás alguna otra, también la compartimos actualmente en España y muchos otros países de nuestro entorno, en donde se ha querido hacer ver como novedad algo que no deja de ser sino un renacimiento de los métodos de solución de conflictos basados en la cultura del acuerdo entre las partes, que poco a poco van “reconquistando” determinadas parcelas del ordenamiento jurídico hasta hace poco impensables, como sucede con el Derecho Penal y la pretendida incorporación al sistema judicial penal español de métodos de justicia restaurativa.
Esta recuperación de la apuesta por los métodos autocompositivos de solución de conflictos nos hace rememorar la teoría de los movimientos pendulares de la historia de Arnold Toynbee, pues resulta fácil comprobar como a lo largo de la historia de las civilizaciones existen múltiples alusiones a procedimientos conciliatorios de solución de conflictos en los que un tercero mediaba entre las partes, para evitar tener que acudir a la Justicia “ordinaria”. Ya en el siglo V a.C., en la antigua China, Confucio recomendaba la mediación como alternativa al litigio ante el tribunal, y dicha filosofía ha llegado hasta nuestros días a través de las Comisiones Populares de Conciliación de la República Popular China. Y en el Derecho Romano, diversos textos jurídicos aluden a la figura del proxeneta o mediator con la encomienda de poner en relación a dos personas para la celebración de un contrato.
En España, se afirma continuamente que la litigiosidad judicial sigue resultando excesiva; casi uno de los tradicionales males endémicos de nuestra Justicia, sobrecargada de asuntos que provocan consiguientemente un mayor descontento de los ciudadanos con el sistema judicial existente, a la vez que una pérdida de confianza en ver resueltos sus problemas de un modo rápido y eficaz. A ello hay que sumar que el arbitraje no termina de despegar en España como verdadera alternativa al cauce jurisdiccional. Por eso, da la impresión de que la mediación es vista como un nuevo método de ahorro de costes en la Justicia, al igual que la informatización de las oficinas judiciales o el empleo de la videoconferencia para minorar los gastos de los desplazamientos de peritos y testigos. Ya desde el Anteproyecto de Ley de 19 de febrero de 2010 se afirmaba con rotundidad que la mediación tendría claros beneficios, pues liberaría también a nuestros tribunales de justicia de la excesiva carga de trabajo que en ese momento tienen. Y el propio Preámbulo de la Ley 5/2012, de 6 de julio, de mediación en asuntos civiles y mercantiles, afirma que dicha ley contribuye a concebir a los tribunales de justicia en este sector del ordenamiento jurídico como un último remedio, (…) y puede ser un hábil coadyuvante para la reducción de la carga de trabajo de aquéllos.
La reducción de la litigiosidad se ha convertido en una especie de mantra invocado en las últimas reformas procesales de nuestro país, caracterizadas por su voluntad de lograr la “modernización”, “eficacia”, “eficiencia”, “calidad”, y sobre todo, la “agilización” de la Administración de Justicia. Sin duda, la reforma que mejor ejemplifica esa voluntad del legislador de introducir en la legislación procesal mejoras que permitan agilizar los distintos procedimientos, sin merma de las garantías para el justiciable, es la Ley 37/2011, de 10 de octubre, de medidas de agilización procesal. ¿Y cómo logar dicha agilización? Pues con medidas tales como la supresión del recurso de apelación para las sentencias dictadas en juicios verbales por razón de la cuantía inferior a 3.000 euros, o la estratosférica elevación de las cuantías que abren paso a la casación, lo cual “constituyen severos recortes de los derechos de los justiciables que el Gobierno pretende hacer pasar por medidas encaminadas a mejorar la respuesta de juzgados y tribunales, para lograr una administración de Justicia más ágil, moderna y eficaz, y se intentan justificar en una pretendida sobrecarga de trabajo de los tribunales de apelación y casación”.

En la Década que va desde 2001 hasta 2011, la práctica totalidad de las Comunidades Autónomas han aprobado leyes específicas sobre Mediación Familiar, y algunas se han lanzado a tratar de instaurar procedimientos reglados de mediación en todo el Derecho Privado, si bien la Ley estatal 5/2012 ha venido a poner cierto orden al respecto. Sin embargo, aún así, cabe afirmar que en España asistimos a una “hipertrofia legislativa” respecto a unos sistemas de resolución de conflictos caracterizados, precisamente, por su flexibilidad, en el sentido de que la ley ocupe un papel menos central en el modo de desarrollarse el procedimiento de negociación. Este fenómeno lo he calificado otras veces como verdadero boom legislativo en materia de Mediación. Junto con la legislación estatal aplicable (y no me refiero únicamente a la conocida ley 5/2012 de Mediación en asuntos civiles y mercantiles, pues hace siglos que el Código Civil y el Código de Comercio permiten a los sujetos pactar y negociar sobre innumerables cuestiones), la mayoría de las Comunidades Autónomas han aprobado normas que expresamente regulan la mediación, arbitraje y conciliación en ciertos sectores (ej.: leyes de cooperativas), pero también han aprobado Leyes de mediación en el ámbito civil que, si bien se centran principalmente en la mediación familiar, pretenden ampliar su ámbito de aplicación a cualesquiera cuestiones de Derecho privado sometidas a la libre disposición de sus titulares, lo cual puede dar lugar a disposiciones reiterativas o superfluas, cuando no contradictorias entre sí.

Por ejemplo, ¿tiene sentido que una ley autonómica diga que el acuerdo de mediación tendrá la misma validez y obligatoriedad que los contratos “si en ellos concurren los requisitos necesarios para la validez de los contratos”?, ¿es necesario que una norma digua que la elevación a escritura pública “en los casos legalmente previstos producirá los efectos inherentes a la misma que las leyes establecen”? Si la mediación se caracteriza por ser un proceso indudablemente más flexible y creativo que el rígido y formalizado procedimiento judicial, y que se adapta mejor a las necesidades de las partes, no tiene sentido aprobar leyes que constriñan las iniciativas de las partes con un abundante catálogo de requisitos formales a cumplir durante el procedimiento de mediación, hasta el punto de poder afirmar que la Mediación reglada reconozca a las partes un grado de autonomía mucho menor que el Arbitraje, en el que la mayoría de las normas son dispositivas y, por tanto, modificables por acuerdo de las partes.
Por otra parte, esta “atomización” de Normas reguladoras de la Mediación también puede afectar a la propia profesionalización del mediador, pues existe un cúmulo de requisitos diversos según de "qué mediación" estemos hablando: En mediación familiar, las leyes autonómicas contienen requisitos muy diferentes respecto a la titulación o formación específica exigidas a la persona mediadora, y ese diverso régimen coexiste ahora con los requisitos fijados por la Ley 5/2012 junto con el RD 980/2013. Además de ello, y en materia de Cooperativas, las leyes autonómicas suelen exigir como requisitos para actuar como árbitro o mediador la idoneidad y experiencia suficiente, estar inscrito en el registro correspondiente (que resulta ser un Registro diferente al de mediadores en asuntos civiles y mercantiles), y en ocasiones, ser abogado en ejercicio. Y para el supuesto de intentar acudir a una mediación pre-concursal y lograr un “acuerdo extrajudicial de pagos”, en el caso de ser factible, la persona mediadora debería, además de reunir los requisitos para ser mediador previstos en la Ley 5/2012, estar inscrita en el Registro de Mediadores e Instituciones de Mediación del Ministerio de Justicia y cumplir los requisitos específicos de la Ley Concursal.

Y, ojo, porque está aún pendiente regular expresamente la Mediación Penal en adultos, pues así se prevé tanto en el Anteproyecto de Ley del Estatuto integral de la Víctima como en la Propuesta de Código Procesal Penal. De hecho, y en materia de justicia penal juvenil, ya existe cierta base legal para utilizar la mediación en el seno de los equipos técnicos de apoyo a la Fiscalía, y algunas CC.AA han decidido regular también dicha mediación cuando ésta sea delegada en los equipos interdisciplinares que trabajan con menores. Por lo tanto, la pregunta está servida:

¿Existe una hipertrofia legislativa en materia de métodos extrajudiciales de resolución de conflictos?, y lo que es más importante, ¿es realmente necesario?: mis respuestas: SÍ, y también SÍ. Existe una hipertrofia legislativa, pero igualmente considero que en ciertos aspectos sigue siendo necesaria la regulación autonómica por los siguientes motivos:

El hecho de que hayan sido las CC.AA y no el Parlamento estatal quienes mayor empeño han mostrado a la hora de promulgar una legislación especial referida los servicios de mediación familiar, ha sido debido fundamentalmente a que, como quiera que la mediación es vista como una valiosa herramienta para la pacificación de la conflictividad familiar, y la familia en su sentido amplio (juventud, ancianos, menores, etc.) ha sido tradicionalmente una de las destinatarias principales de los servicios sociales, resulta lógico que desde los servicios sociales de competencia autonómica se impulsen múltiples programas y planes de atención a la familia y a la infancia en situación de riesgo de exclusión o de conflictividad social, así como para prevenir casos de violencia o conflictividad intrafamiliar, y en general, para solventar los problemas de convivencia intrafamiliar derivados de la ruptura de la pareja.
Por ello, y debido a que la Asistencia social y los Servicios sociales han sido asumidos como competencia exclusiva por parte de las CC.AA al amparo de lo dispuesto en la Constitución (artículo 148.1.20ª CE), las CC.AA se han volcado en la promoción y ayuda a esos determinados colectivos a través de la creación de centros y servicios especializados en los que se fomenta la mediación familiar.

De ahí que la Ley 5/2012 haya puesto orden en muchos aspectos clave que sólo el legislador estatal podía llevar a cabo por afectar a cuestiones procesales, pero debemos tener claro que ello no supone que las normas autonómicas pierdan su sentido, sino todo lo contrario, que deben y pueden centrarse en lo esencial: la mediación como instrumento de desarrollo y mejora de los Servicios Sociales a disposición de los ciudadanos. Por ello, la existencia de una Ley estatal no excluye la necesidad de intervención por parte del legislador autonómico en esta materia, sino que le permite centrarse en lo esencial, o si se me permite la expresión, en “ir al grano”: la utilización de los Servicios Sociales como instrumento de promoción y ayuda a determinados colectivos a través de la prevención y en su caso gestión positiva de diversos conflictos en materia social y familiar de una manera profesional y ordenada.

He participado como Consultor externo en la elaboración del Anteproyecto de Ley de Mediación Social y Familiar de Castilla-la Mancha, redactado en el seno de la Dirección General de la Familia, y considero muy positivo que la ley haya decidido incluir en su ámbito de aplicación otros supuestos de carácter social, como por ejemplo la mediación comunitaria para tratar de solventar cierta conflictividad derivada de la convivencia ciudadana; la mediación escolar y la mediación en el ámbito sanitario, habida cuenta de las trascendentales competencias autonómicas en dichas materias; la mediación en el ámbito relacionado con la adopción, el acogimiento o la búsqueda de los orígenes biológicos, así como también la mediación penal juvenil, pues la normativa legal y reglamentaria a nivel estatal habilita expresamente a que las entidades autonómicas puedan desempeñar funciones de mediación, lo que abre la puerta a que los equipos interdisciplinares de menores y demás instituciones autonómicas colaboren como “equipos técnicos de apoyo” a la Fiscalía y al Juez de Menores a la hora de llevar a cabo tareas de mediación y reparación del daño.

Además, dicho Anteproyecto se marcó como último gran reto tratar de evitar disposiciones que, aunque fueran bienintencionadas, resultarían superfluas y reiterativas, una vez que existe una normativa nacional sobre las mismas. No tiene sentido aprobar 17 leyes autonómicas que reproduzcan lo que el Código Civil o el Código de Comercio permiten desde hace más siglos, esto es, que las personas pueden pactar, negociar y transigir sobre innumerables cuestiones civiles, y de igual modo, se ha tratado de evitar en la medida de lo posible la alusión a aquellos aspectos que se relacionan con el ejercicio de la Jurisdicción, pues sólo a través de la intervención estatal es posible regular aquellas cuestiones que inciden necesariamente en la legislación procesal, por tratarse de una competencia estatal exclusiva. Por ello, tampoco tendría sentido que una norma autonómica aludiera, por ejemplo, a la suspensión del proceso judicial cuando se inicia un intento de mediación; la prohibición del mediador de declarar como testigo o perito en juicio; o el carácter ejecutivo del acuerdo de mediación, que sólo son posibles –insisto- a través de la correspondiente legislación procesal. De ahí la intención de evitar una Norma que pecara de un excesivo Reglamentismo que disminuyera las principales ventajas de este método autocompositivo, a saber: su flexibilidad para permitir a las partes que asuman un papel protagonista y activo en la búsqueda de una solución a su problema y su capacidad de adaptación a las características propias de cada conflicto a tratar.

Confío en que la dotación de medios y recursos económicos y personales, la oportuna  colaboración con asociaciones y entidades pro-mediación, la conveniente cooperación con los tribunales de Justicia y el Ministerio Fiscal, y sobre todo, el control e impulso en la formación de quienes de un modo profesional van a ayudar a las partes para que dichos acuerdos perduren en el tiempo, logren que la Mediación sea percibida socialmente como un adecuado y efectivo instrumento complementario a las vías heterocompositivas de solución de conflictos.

martes, 3 de junio de 2014

Cibercrimen, Cibersociedad y 'Troyanos' policiales

Vivimos en una Sociedad calificada como “la Sociedad de la información y el conocimiento”, caracterizada por el trascendental papel que juegan las tecnologías de la información y la comunicación en las actividades sociales, culturales y económicas. Yo siempre he preferido usar la expresión «Era Digital» para tratar de aunar en dicho término todo lo que ha significado la revolución informática para el desarrollo de la Sociedad de la información y el conocimiento, con particular interés en la transformación que la omnipresencia de Internet ha supuesto para nuestras vidas, en donde la utilización de múltiples dispositivos electrónicos (teléfonos móviles, smartphones, agendas electrónicas, tablets, ordenadores portátiles, videoconsolas, reproductores MP5, etc.) se ha convertido en una parte casi indispensable en nuestro quehacer diario, bien para fines laborales, educativos, trámites administrativos y legales, pero sobre todo, para nuestro tiempo de ocio y para nuestras relaciones sociales.
Como es obvio, la utilización de las Tecnologías de la Información y la Comunicación (TICs), y muy especialmente las nuevas oportunidades que brinda Internet, ha supuesto un giro radical en cuanto al modus operandi de la delincuencia tradicional y a la configuración de las nuevas modalidades delictivas, pero también respecto de los nuevos avances tecnológicos disponibles para su investigación y prueba. Por ello, al igual que el Derecho Penal ha tenido que responder adaptándose a estas nuevas fórmulas delictivas relacionadas con la alta tecnología, a través de la regulación de nuevos tipos delictivos, el Derecho Procesal también necesita de una importante adaptación a la actual Era digital, no ya respecto del uso de la informática en la tramitación y realización de actos procesales (cuyos ejemplos más relevantes serían, entre otros, la definitiva implantación del expediente judicial electrónico, la presentación telemática de escritos y documentos, así como de notificaciones, la grabación de las vistas en un soporte digital apto para su registro y reproducción, las subastas judiciales a través de Internet, el embargo telemático de activos bancarios, o el uso generalizado de la videoconferencia), sino especialmente en lo que concierne a las diversas técnicas e instrumentos informáticos al servicio de la investigación contra el crimen.
Los actuales avances tecnológicos son utilizados por las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, tanto en lo que se refiere a labores de investigación y seguimiento (a través de lo que ha venido a denominarse «tecnovigilancia»), como en lo que respecta al análisis forense de los diversos dispositivos electrónicos de almacenamiento aprehendidos (ordenadores, teléfonos móviles, agendas electrónicas, memorias USB, navegadores GPS, etc., a través de la ciencia denominada «Computer forensics»), y ello a pesar de la falta de una legislación suficiente y moderna sobre la materia. Es curioso que el uso de la tecnología por parte de la policía sea continuamente cuestionado, cuando llevamos siglos sirviéndonos de perros adiestrados para localizar droga o personas desaparecidas, etc. La tecnología supone aumentar los sentidos humanos, y si hemos aceptado el uso de los rayos X para localizar droga en el interior del intestino humano, o el uso de la luz ultravioleta para localizar restos biológicos en la escena de un crimen, ¿por qué ponemos tantos reparos al "ciberpatrullaje" en la Red?
Además, dicha tecnología se emplea para la obtención de evidencias de cualquier clase de delito, sea o no de los denominados “delitos informáticos”. Puede y debe ser utilizada en la investigación de aquellos hechos en los que los equipos informáticos, los programas o los datos contenidos en los mismos constituyan los instrumentos, objetos o efectos del delito, o las huellas de su comisión, pero también resulta una eficaz herramienta en la investigación de todos aquellos delitos “tradicionales” en los que tales dispositivos constituyan una valiosa fuente de prueba, debido a sus actuales capacidades de almacenamiento de información y a su empleo para todo tipo de comunicaciones. Como decía González-Cuéllar Serrano, el joven violento que graba en vídeo con su teléfono móvil la brutal paliza que propina a un mendigo o el narcotraficante que anota los detalles de las transacciones en un documento electrónico en su ordenador portátil no son ciberdelincuentes, pero crean datos digitales que informan del hecho punible.


El motivo de esta entrada en mi blog se debe a los recientes datos publicados por el Ministerio del Interior referidos a la Cibercriminalidad en España durante el pasado año 2013, y que arrojan un dato digno de mención: de los diversos ilícitos relacionados con las nuevas tecnologías (injurias y calumnias, amenazas,....), resulta que los fraudes informáticos -y el temible phising bancario es el mayor exponente- suponen más del 60% de los delitos investigados.

A ello debemos sumar el hecho de que Internet ha modificado por completo los tradicionales canales de comunicación, hasta tal punto que las nuevas generaciones de adolescentes han abandonado el uso del correo postal a favor del envío de correos electrónicos, la comunicación en tiempo real a través de foros, chats, o servicios de mensajería instantánea. El envío de telegramas ha dejado de ser una herramienta frecuente para el envío de mensajes cortos, en favor del uso de los e-mails y sms desde pc’s, agendas electrónicas y teléfonos móviles, y de los “posts” en blogs o redes sociales. Junto con el uso de la telefonía fija alámbrica, cobra cada vez mayor importancia la utilización de la telefonía voIP a través de internet. Los programas y herramientas informáticas del estilo Twitter, Skype y Whatsapp causan verdadero furor como nuevas formas de comunicación. La consulta de dudas en los tomos de las grandes enciclopedias han sido desplazadas por el recurso telemático a consultar la Wikipedia. Hay quien opta por consultar sus problemas legales, médicos o sentimentales en foros virtuales en vez de acudir a profesionales cualificados. Y cada día, centenares de miles de personas deciden crearse un “perfil” en alguna de las Redes sociales más conocidas, como por ejemplo, Facebook, Tuenti, MySpace, etc.

Pues bien, es preciso advertir que gran parte de los instrumentos actualmente empleados para comunicaciones a través de Internet usan diversas herramientas de cifrado o encriptado (destaquemos sobre todo la denominada "red TOR") que complican las tareas judiciales de investigación de los delitos a la hora de acordar la interceptación judicial de las comunicaciones del sospechoso, por cuanto cada vez resulta más difícil descrifrar dichas herramientas. Por ello, considero que el futuro de las investigaciones online no pasa por la interceptación de comunicaciones, sino por la INTERCEPTACIÓN DE DISPOSITIVOS (lo pongo en mayúsculas para destacar su importancia, como si estuviera elevando el tono de mi voz al explicarlo).

¿de qué servirá intervenir la línea telefónica de un individuo cuando éste se comunica desde cibercafés?, ¿para qué requerir a microsoft que nos facilite los correos electrónicos almacenados cuando los narcotraficantes usan programas de mensajería instantánea que se "autodestruyen" al enviarse o recibirse? Insisto; el futuro pasa por acceder al interior de los dispositivos.

Pues bien, resulta que la posibilidad de acceder de manera online a la información almacenada en un dispositivo electrónico en el curso de una investigación penal saltó hace meses a la palestra a raíz de la noticia publicada en primera página en EL PAÍS el pasado 4 de junio de 2013, referida a la medida de investigación denominada “registro remoto sobre equipos informáticos” contenida en el artículo 350 de la Propuesta de Código Procesal Penal.
Hay quienes muestran su recelo, y no les falta razón, ante la posibilidad de utilizar dichas capacidades técnicas –que, por otro lado, se comercializan actualmente- debido a la enorme injerencia que pueden significar para los Derechos Fundamentales a la intimidad, secreto de las comunicaciones, inviolabilidad del domicilio, secreto profesional, etc. En efecto, en una sociedad tan informatizada como la actual, en la que los datos más expresivos de nuestra identidad ya no se guardan en los cajones de nuestro despacho, sino en bytes alojados en diminutas tarjetas de memoria o en servidores que se encuentran a millares de kilómetros, preocupa especialmente la insuficiencia de nuestras leyes a la hora de ofrecer una protección eficaz ante los avances tecnológicos, y dada la vital importancia que las comunicaciones electrónicas han adquirido en el presente y que aumenta exponencialmente cada año, resulta sencillo concluir la magnitud que alcanzará la protección de la intimidad en el sector de las comunicaciones electrónicas.

Siempre he defendido la necesidad de proteger adecuadamente los derechos fundamentales ante el desarrollo tecnológico, pues no es lo mismo "poner la oreja" para escuchar una conversación, que controlar remotamente el micrófono de nuestro smartphone, de la misma manera que no es lo mismo instalar una baliza GPS en el vehículo de un sospechoso, que usar 45.000.000 de teléfonos móviles como balizas de geolocalización. Pero la tecnología debe ser utilizada en dichas investigaciones al igual que es empleada en cualesquiera otros ámbitos de nuestra sociedad moderna. Como ya advirtiera el ilustre magistrado Ruiz Vadillo hace casi tres décadas, “las innovaciones tecnológicas como el cine, el video, la cinta magnetofónica, los ordenadores, etc., pueden y deben incorporarse al acervo jurídico procesal en la medida en que son expresiones de una realidad social que el Derecho no puede desconocer”. Y lo cierto es que el uso de la tecnología de cara a los legítimos fines de investigación criminal es tan antiguo como la propia humanidad. Así, al igual que el ser humano se ha servido desde hace siglos de animales para localizar alimentos y vigilar el ganado, las autoridades se sirven desde antaño de las capacidades caninas para tareas de vigilancia y rastreo. Cualquier avance científico (la invención del microscopio, el descubrimiento de los rayos X, o el descifrado de la secuencia ADN) ha sido paralelamente utilizado, tanto para el desarrollo y progreso de la sociedad civil, como por las autoridades para resolver los delitos de forma más segura, rápida y eficaz. No en vano, del mismo modo que los criminales han perfeccionado sus técnicas delictivas hasta convertirlas en una verdadera ciencia, las autoridades se han visto en la necesidad de acudir a la ciencia y la tecnología para facilitar las labores de investigación y persecución eficaz de esa delincuencia cada vez más compleja.

En España existe una completa unanimidad sobre la conveniencia de reformar nuestra legislación procesal penal, y se ha defendido desde hace varios años la necesidad de incorporar a nuestro ordenamiento esa y otras medidas de “investigación online” de forma expresa, clara y detallada. Para mí, es preferible que sea la Ley la que delimite los supuestos, garantías y requisitos a la hora de proceder a dicha incursión en la privacidad del sujeto investigado, siempre desde el prisma de una interpretación restrictiva y presidida por los principios de excepcionalidad y proporcionalidad, antes que sean los tribunales los que legitimen nuevas medidas no previstas a partir de la aplicación analógica de figuras no siempre similares como pudieran ser la entrada y registro de “lugares” y la ocupación de “documentos”. No en vano, allí donde la ley habla de telegramas, los tribunales lo extienden a la incautación de SMS y correos electrónicos, y allí donde se autoriza la inspección ocular, los tribunales autorizan el empleo de georradares. No es de recibo que nuestra ley procesal penal siga hablando de posaderos y fondistas, jueces municipales, jornales de braceros, o multas de 125 pesetas.

En lo que respecta específicamente a la posible utilización de software espía (los famosos “troyanos”), la propuesta española no es tampoco tan novedosa sin la comparamos con otros países. En EE.UU., sucesivas reformas legislativas desde 1968 han introducido en su Código Procesal Federal una amplia gama de medidas de vigilancia electrónica. Australia reguló el uso de registros remotos en 2001 para sus servicios de inteligencia y en 2004 para investigaciones criminales graves. Y la Unión Internacional de Telecomunicaciones, organismo especializado de las Naciones Unidas para las tecnologías de la información y la comunicación, propuso en 2010 un Código Modelo legislativo en materia de cibercrimen en el que se recomendaba la previsión normativa de sofisticados instrumentos de investigación, entre los que se incluiría los “remote forensic software”. Y en Europa, España también se encuentra a la cola de países con una legislación procesal adaptada al entorno tecnológico, a pesar de que ya en 1995, el Consejo de Europa recomendó expresamente la necesidad de regular medidas de investigación apropiadas para la búsqueda y aprehensión de las evidencias contenidas en los equipos informáticos, y desde 2007 la Unión Europea ha defendido reiteradamente la utilización del ciberpatrullaje, los registros remotos o la cooperación e intercambio de información entre las autoridades y el sector privado. Alemania los reguló a finales de 2008 como medida excepcional de investigación, principalmente para delitos de terrorismo. En Italia, el Tribunal Supremo legitimó en 2010 la instalación de programas espía para la investigación de ciertas actividades delictivas relacionadas con la mafia, y Francia los ha introducido en su Código Procesal Penal en 2011 para un listado de casi una veintena de tipos delictivos. Y a finales del año 2012, el ministro holandés de Justicia presentó al Parlamento un paquete de reformas legales futuras, entre las que se encuentra la utilización de los registros remotos. Y aún hay más, porque el propio Tribunal Constitucional español, en su sentencia de 7 de noviembre de 2011, dejó la puerta abierta a posibles registros online en España, al señalar, obiter dicta, que «cualquier injerencia en el contenido de un ordenador personal —ya sea por vía de acceso remoto a través de medios técnicos, ya por vía manual— deberá venir legitimada en principio por el consentimiento de su titular, o bien por la concurrencia de los presupuestos habilitantes antes citados» –básicamente, resolución judicial motivada y proporcionada-.

Ha llegado el momento de abordar la necesaria reforma de la legislación procesal que permita emplear en nuestro país, con las debidas garantías, los más variados y modernos instrumentos de vigilancia electrónica, y cumplir así con uno de los pocos Pactos de Estado aún vigentes: el Pacto de Estado para la Reforma de la Justicia de 2001 que acordó –y cito literalmente- la aprobación de una nueva Ley de Enjuiciamiento Criminal, que recoja la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, y que culmine el proceso de modernización de nuestras grandes leyes procesales, con especial atención al establecimiento de los métodos de investigación y procedimentales apropiados para el enjuiciamiento de los delitos de nuevo cuño y la adaptación de la regulación de los medios de prueba, en especial a los últimos avances tecnológicos.

domingo, 1 de junio de 2014

Aforados y aforismos

Diversos medios de comunicación han informado hoy que el magistrado del Tribunal Constitucional Enrique López fue parado por la Policía Municipal al saltarse un semáforo en rojo sobre las 7.30 horas, conduciendo su motocicleta sin casco, y para más inri, dio positivo en el test de alcoholemia al que fue sometido.

En cualquier otro caso que fuera susceptible de tipificarse como un delito contra la seguridad vial en donde el autor de los hechos fuera sorprendido in fraganti por los agentes de policía, se instruiría el correspondiente "juicio rápido" tal y como establecen los artículos 795 y ss. LECRIM, de manera que en pocos días, el sujeto debería comparecer ante el correspondiente juzgado de instrucción en labores de guardia, y muy probablemente se dictaría una sentencia de conformidad (así sucede en la inmensa mayoría de este tipo de infracciones) con una considerable rebaja "premiada" de la pena privativa de libertad, unida a la correspondiente multa y la retirada del permiso de circulación. Pero resulta que el conductor es magistrado del máximo intérprete constitucional, de modo que la pregunta está servida: ¿existe alguna especialidad para su tramitación?, ¿debe ser suspendido hasta que se dicte condena?, ¿será cesado?

En principio, a los magistrados del Tribunal Constitucional no se les aplica el régimen disciplinario establecido en la LOPJ y que sí se les aplica al resto de jueces del Poder Judicial, pero sí existen ciertas especialidades. Por un lado, tal y como establecen la LOPJ y la LOTC, sólo la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo es competente para conocer de la responsabilidad criminal de los magistrados del Tribunal Constitucional, con independencia de que el delito fuera cometido con ocasión del ejercicio de su cargo o no, de modo que no es posible instar la incoación de un "juicio rápido", sino que, en teoría, debería designarse un juez instructor especial dentro del Tribunal Supremo y abrirse el correspondiente procedimiento abreviado.... Pero la solución puede ser más rápida si el magistrado decide dimitir, pues entonces no tendrá aforamiento alguno y del asunto conocerá el correspondiente juzgado de instrucción.

Por otro lado, hay que tener en cuenta que el artículo 23 LOTC establece como causa de cese de los magistrados del Tribunal Constitucional el "haber sido declarado responsable civilmente por dolo o condenado por delito doloso o por culpa grave", sin exigir ningún mínimo condenatorio. A diferencia de lo establecido en el art. 379 LOPJ, la LOTC no establece que la pena privativa de libertad por razón de delito doloso deba ser superior a 6 meses (en cuyo caso, la ley permite al CGPJ sustituir la pérdida de la condición de Magistrado o Juez por la suspensión hasta 3 años), de modo que la solución parece, a priori, sencilla: ubi lex non distinguit nec nos distinguere debemus. Los días del magistrado López parecen estar contados.