El
art. 18.3 CE garantiza el Derecho fundamental al secreto de las comunicaciones,
pero como es obvio, no enuncia un numerus
clausus, sino los medios más habituales de comunicación que se empleaban en
la época en que se aprobó nuestro texto constitucional. Sucede, sin embargo,
que la digitalización y el crecimiento exponencial de las telecomunicaciones, caracterizada
por un uso cotidiano de todo tipo de dispositivos electrónicos con funciones
comunicativas, ha modificado por completo los tradicionales canales de
comunicación y ello ha obligado a nuestros tribunales a tener que estar
constantemente adaptando la escasa y criticada regulación de la interceptación
de las comunicaciones a esta nueva Era Digital.
¿Cómo
reaccionar ante dicho auge tecnológico? La respuesta lógica debiera ser a
través de la actualización de la legislación aplicable. Y en efecto, muchos de
los países de nuestro entorno más próximo han reformado expresamente su
legislación procesal con el objetivo de atajar los nuevos problemas que plantea
la delincuencia informática y han aprovechado para regular nuevas medidas
tecnológicas de investigación. Así por ejemplo, en Europa, Bélgica reformó su
legislación procesal penal en el año 2000, a través de la Ley de 28 de
noviembre de 2000 relativa a la criminalidad informática, para introducir
nuevas medidas tecnológicas de investigación. El Reino Unido también adaptó su
legislación en el año 2000 a través de la Regulation of Investigatory Powers Act (RIPA). En Francia, destacan la Ley de 5 de enero
de 1988 sobre el fraude informático, la Ley sobre la Confianza en la Economía
Digital de 21 de junio de 2004, la Ley de 23 de enero de 2006 sobre la lucha
contra el terrorismo y la adopción de medidas diferentes a los controles de
seguridad y de frontera, o la reforma del código procesal penal en virtud de la
Ley nº 2011-267, de 14 de marzo de 2011. En Italia sobresalen el “Codice della
privacy” a través del Decreto legislativo núm. 196 de 30 de junio de 2003; el
Decreto Ley núm. 144, de 27 de junio de 2005, sobre medidas urgentes de lucha
contra el terrorismo internacional; o la Ley núm. 281, de 20 de noviembre de
2006, sobre las escuchas telefónicas. Y en Portugal merece ser destacada, entre
otras, la Ley 109/2009, de 15 de septiembre, por la que se transpone al
ordenamiento luso la DM 2005/222/JAI y se adapta el derecho portugués al
Convenio de Budapest contra el cibercrimen.
España,
sin embargo, se encuentra en estos momentos a la cola de Europa en lo que
respecta a la adaptación de su legislación procesal a este nuevo entorno
digital. Ni siquiera la ratificación en el año 2010 del Convenio del Consejo de
Europa sobre el Cibercrimen ha traído consigo la adaptación de la legislación
procesal penal española a los retos de la Sociedad de la información y a los
novedosos poderes de investigación que la tecnología posibilita. Dicho
llanamente, para luchar judicialmente frente a los desafíos derivados de la
Sociedad de la Información y la Comunicación del siglo XXI, contamos con una
legislación procesal nacida a finales del siglo XIX, a pesar de que el Pacto de
Estado para la Reforma de la Justicia de 2001 proponía, hace ya más de una
década, la aprobación de una nueva Ley de
Enjuiciamiento Criminal (…) con especial atención al establecimiento de los
métodos de investigación y procedimentales apropiados para el enjuiciamiento de
los delitos de nuevo cuño y la adaptación de la regulación de los medios de
prueba, en especial a los últimos avances tecnológicos.
¿Por
qué debe reformarse la regulación de la interceptación de las comunicaciones en
el Proceso Penal? Entre otros muchos motivos, por seguridad jurídica. Para
evitar “sobresaltos” derivados de anulaciones masivas de pruebas claves para la
condena penal por haberse obtenido a través de diligencias de investigación
carentes de la debida regulación legal, o como dijo el propio presidente de la
Audiencia Nacional respecto de la problemática surgida en torno a la intervención
de las conversaciones telefónicas, “para saber -los magistrados- hasta donde
podemos llegar y qué límites no podemos sobrepasar”.
Nuestros
tribunales llevan más de una década repitiendo incesantemente el siguiente
mantra: «Es al legislador a quien corresponde,
en uso de su libertad de configuración normativa propia de su potestad
legislativa, remediar la situación completando el precepto legal. Pero
hasta que la necesaria intervención del legislador ser produzca, le
corresponderá a éstos suplir las insuficiencias indicadas en materia de
intervenciones telefónicas (STC 184/2003, de 23 de octubre)». Por ello, el
Tribunal Supremo ha tenido que estirar al máximo esa tarea jurisprudencial
integradora de las deficiencias del art. 579 LECrim y utilizarlo como base
legal para la admisibilidad de nuevas fórmulas de injerencia en las
comunicaciones, aunque ello haya sido a costa de llegar a una situación de “creación judicial del Derecho” respecto
a la intervención de las comunicaciones que legitima casi cualquier
intervención estatal y convierte al art. 579 LECrim en un cheque en blanco para
que las autoridades judiciales moldeen a su voluntad el modo de llevar a cabo
una intromisión en la esfera de las comunicaciones de los ciudadanos.
Siempre
hemos sostenido que la tecnología debe ser utilizada en la investigación
criminal al igual que es empleada en cualesquiera ámbitos de nuestra sociedad
moderna, pues como bien dijo el magistrado RUIZ VADILLO hace casi tres décadas,
“las innovaciones tecnológicas como el cine, el video, la cinta magnetofónica,
los ordenadores, etc., pueden y deben incorporarse al acervo jurídico procesal
en la medida en que son expresiones de una realidad social que el Derecho no
puede desconocer”. Pero, de igual modo, hemos denunciado que no es posible
justificar el empleo de cualesquiera métodos de investigación sin una mínima
base legal que regule sus garantías, requisitos y límites, bajo la excusa de
poder contrarrestar así los avances con los que cada día cuentan los criminales
para cometer sus delitos.
¿Qué
sucede cuando el legislador decide “jugar en el alambre” y no afrontar el problema?
Que la interpretación integradora del art. 579 LECrim, por muy elástica que
quiera ser, termina por partirse. Si para VON KIRCHMANN, tres palabras rectificadoras del legislador pueden
convertir bibliotecas enteras en basura, sucede igualmente que una
sentencia del Tribunal Constitucional puede dar al traste con toda una
corriente jurisprudencial, coartando de este modo el empleo
policial de las posibilidades que la tecnología proporciona, ante la
inseguridad de no saber si la medida será o no inconstitucional, como así acaba de suceder con las grabaciones de «comunicaciones orales» en
dependencias policiales.
El Tribunal Supremo había
validado la instalación de micrófonos y otros aparatos
de escucha en los calabozos para grabar las conversaciones orales entre dos detenidos
(SSTS de 10 de febrero de 1998 y de 2 de junio de 2010), pues no le resulta concebible que se proteja
menos una conversación por ser telefónica -en cuanto pueda ser legítimamente
intervenida por el Juez- y no lo pueda ser una conversación no telefónica de
dos personas en un recinto cerrado. En el terreno doctrinal, siempre
existieron discrepancias en torno a la posibilidad o no de proceder a la
interceptación de las conversaciones orales directas entre presentes con base
legal en el archicitado art. 579 LECrim. Para los partidarios, en el concepto
“comunicación” deberían incluirse todo tipo de comunicaciones efectuadas por
cualquier medio, telefax, ordenador, videófonos, y también el verbal, pues lo
sustantivo es el hecho de conversar y no el medio utilizado, de modo que cuando
el legislador regula la intervención de las comunicaciones en el artículo 579
LECrim, está dando por supuesto que se incluye la conversación oral, puesto que
lo que se protege es la conversación en sí misma considerada. Para los detractores,
nuestro ordenamiento no prevé la posibilidad de intervenir las comunicaciones
orales directas (salvo en la legislación penitenciaria), y ante la inexistencia
de una norma habilitante con rango suficiente que permita legítimamente esta
intervención, rige sin paliativos el derecho al secreto de tales comunicaciones
e impide la obtención legítima del contenido de las mismas por un sujeto ajeno
a la conversación.
En
su momento, ya expusimos diversos motivos por los que estimábamos que el art.
579 LECrim no ampara la posibilidad de invasión de las comunicaciones entre
sujetos presentes porque no concurre la debida previsión legal en los términos
de “calidad” y “previsibilidad” exigible conforme al CEDH y a la jurisprudencia
del TEDH, tanto más si tenemos en cuenta que resulta indispensable que las normas sean claras y detalladas, tanto
más cuanto que los procedimientos técnicos utilizables se perfeccionan
continuamente (ORTIZ PRADILLO, J. C., ProblemasProcesales de la Ciberdelincuencia, ed. COLEX, Madrid, 2013).
Pues
bien, el Tribunal Constitucional ha puesto pies en pared ante esta tendencia del
Tribunal Supremo de interpretar hiperbólicamente el art. 579 LECrim de tal modo
que legitime nuevas diligencias de investigación no previstas legalmente, y
retomando la posición garantista de la citada STC 169/2001, ha vuelto a
recordar lo obvio: que toda injerencia estatal en el ámbito de los derechos
fundamentales y las libertades públicas que incida directamente sobre su
desarrollo o limite o condicione su ejercicio precisa, además, una habilitación
legal con calidad (STC de 22 de septiembre de 2014, recurso de amparo núm.
6157-2010). Para ser más exactos, “una ley de singular precisión” que defina
las modalidades y extensión del ejercicio del poder otorgado con la suficiente
claridad para aportar al individuo una protección adecuada contra la
arbitrariedad. Por ello, ha sido tajante al advertir que no existe base legal
que habilite la intervención de las comunicaciones verbales directas entre los
detenidos en dependencias policiales, al tratarse de una diligencia absolutamente extraña al ámbito de
imputación del art. 579.2 LECrim, que se refiere de manera incontrovertible
a intervenciones telefónicas, no a escuchas de otra naturaleza, ni
particularmente a las que se desarrollan en calabozos policiales y entre
personas sujetas a los poderes coercitivos del Estado por su detención.